Café, conversación...

Café, conversación...

miércoles, 29 de abril de 2009

Tres super tres




¿Recuerdan aquella película del '84? Se llamaba "Dos super dos". Una de esas cosas de serie B que hacían Bud Spencer y Terence Hill. Pues bien, el otro día estaba yo jugando al póker eon unos parroquianos -ahora se retractan de haberme invitado a la partida- cuando el anfitrión saca un CD de los "ZZ Top".

- Vamos a poner a los barbudos de Texas.- dice, y enchufa su contundente equipo Hi-Fi.

Llevaba cinco manos sin una buena jugada. Cuando empezó a sonar la banda, comenzó la buena suerte. Recuperé unos 25 machacantes en poco más de cinco minutos. Al llegar a casa, me senté delante del ordenador con un vasito de Jack Daniel's y encontré este vídeo en la Red. Se ve que "ZZ Top" y la fortuna infinita son la misma cosa. Si no, no se comprende cómo unos tipos como estos son capaces de enganchar a tales elementas. Vean, vean. Estos son, sin duda, tres super tres.

sábado, 25 de abril de 2009

Revolución


Me sacudí un clavel del hombro y entré en el bar en el que me había estado escondiendo durante una década. Era peor que en la calle. Los gritos de libertad y los claveles lo inundaban todo. A base de empujones llegué al rincón de siempre. Manuel ya estaba allí, bebiendo champán.

- ¡Viva la libertad y la revolución! -estalló al verme.

- Viva, supongo.

Pedí lo de siempre y me acoplé como pude, apoyado en la pared, para evitar los codazos de un grupo que reía detrás de mí.

- ¿Supones? Pero muchacho, ¿qué te pasa? Hoy es fiesta nacional. No, mejor, es fiesta popular. Porque hoy, chico, el poder es nuestro, de todos los que ahora ves. Hoy es un día grande.

- Así que el poder es de todos nosotros. De todos los que estoy viendo, ¿no? Y dime, ¿qué se supone que vamos a hacer ahora con todo ese poder?

- Está claro. La democracia. Las cosa van a cambiar.

- ¿Tú crees?

Me miró extrañado. No podía comprender que alguien no compartiese su alegría. Tomé un buen trago y me acerqué para que me oyera mejor.

- Mira, ahora todo el mundo está contento. Vale, sí, ese cabrón ya no está y todo el mundo puede hacer lo que le de la gana. Y a todos se les llena la boca cuando hablan de democracia. Joder, ¿es que no te das cuenta de que cambiamos una cosa por otra? En cuanto se establezca tu querida democracia, unos tipos con trajes muy caros se sentarán en esos sillones y dirán lo que le conviene al pueblo, mientras se llenan los bolsillos y se limpian el culo con la justicia, amparándose en la legalidad que les cobija. En cuanto lleguen al poder, harán las leyes a su antojo y ya está jodida tu querida libertad.

- Entonces, ¿crees que el ejército ha hecho mal?

- Mal, precisamente, no. Pero sí creo que han perdido el tiempo.

Me miró con reproche mientras se terminaba su copa de un sólo trago y se servía otra.

- Joder, según tú, ¿había que seguir como hasta ahora?

- Pero si es que vas a seguir parecido. ¿Crees que las cosas van a cambiar de un día para otro? Mira, la policía seguirá siendo la misma, sólo que será otro el que lleve la correa. Y en cuanto a lo demás, quizá cambie algo. Puede que te den algo de libertad, pero sólo cuando lo crean conveniente, y siempre que sirva para ganar votos.

Me miró largamente y sonrió. Alzó su copa hacía mí y brindó:

- Que te jodan.

Pedimos otra.


sábado, 18 de abril de 2009

El quid de la cuestión

El Viejo meneó la cabeza despectivamente.

- No seas cándido, Hans. En tanto queden oficiales que mantengan la disciplina, todo el mundo callará la boca y seguirá marchando al paso. Fíjate cómo ocurrió en 1918. Sólo cuando toda la máquina se derrumbó, los muchachos de uniforme se rebelaron. Pero Dios nos libre de una revolución. Sobre todo, prematura. El comedor de salchichas alemanas les tiene tanto horror que ni siquiera se atreve a pensar en ella, y no es con hombres asustados que como se hacen las revoluciones. Aquello terminó como debía terminar: los listos se largaron con las buenas tajadas. Los sinvergüenzas salieron indemnes y hoy están todos bien enchufados. Desde luego, toda la parada se hundirá. Pero podéis llamarme Adolfo si se produce una revolución. Volverá a suceder lo mismo. Los más listos se reconocerán entre sí y se cuidarán bien. Ayudarán a los sinvergüenzas a levantarse y les facilitarán bonitos látigos nuevos para que puedan hacerlos restallar sobre nuestras espaldas. Hasta que mis amados compatriotas empiecen a descubrir el intríngulis del asunto, no tengo ninguna confianza en ellos. Hitler y sus acólitos serán exterminados, cual corresponde, y cuanto antes mejor. Pero, ¿qué son ellos sino unas vulgares marionetas? ¡Y no es hacer una revolución destruir a las marionetas y dejar que quien las maneja se largue con toda la recaudación!

Así hablaba el Viejo en 1941.

De "La legión de los condenados", de Sven Hassel.

martes, 14 de abril de 2009

Sixteen tons


Se le acababa la cerveza y todavía no tenía ganas de volver a casa, así que pidió otra y siguió dándole vueltas al asunto. Necesitaba el dinero, sí, pero también sabía que una vez que entrara en el juego no podría salir. Aquello no era un club de campo. Sabía lo que les pasaba a los que no cumplían sus tratos con el Griego. O si no, ¿de dónde había salido aquel cadáver sin manos ni cabeza? Joder, esos tipos jugaban fuerte. Pero también la paga merecía la pena. Podían pagarle por un par de trabajitos lo que ganaba en un año descargando en el muelle. Y eso hablando de un buen año.

A su lado se sentó un chico joven. No más de veinticinco años, con siete a sus espaldas en el puerto. Era lo que había sido su padre, y lo que serían sus hijos. Verle allí sentado le recordó aquellos buenos tiempos, cuando creía que iba a comerse el mundo, y lo que acabó fue cargando cajas. Cajas del otro lado del océano, de todas partes. Sabía lo que contenían, pero para él lo mismo hubiera dado que estuvieran llenas de polvo. La única verdad es que las cajas se movían, él no. Quizás había llegado la hora de moverse.

Dejó un billete encima de la barra, palmeó la espalda del chico y le dijo que invitaba a la siguiente. Después se levantó, se acercó al teléfono y sacó del bolsillo el número del Griego.

miércoles, 8 de abril de 2009

El hombre delgado


El ala del sombrero le tapaba el rostro, pero no impedía que sus ojos se clavaran constantemente en cada desconocido. Buscaba formas de orejas, narices, cicatrices... cualquier cosa que se le pudiera quedar grabada en la mente. Buscaba caras de tipos duros, como había hecho cientos de veces antes. Buscaba ojos de mujer fatal, como lo hacía casi todas las noches. Aunque en realidad lo que buscaba no se podía ver. Ni tocar. Lo que buscaba era una idea.

Hacía demasiado que no escribía. Últimamente ni siquiera se sentaba ante la máquina. Cuando no bebía con Lillian rodeado de desconocidos, bebía solo. Y cuando no bebía, la tos lo mantenía encadenado a la cama. Apenas pensaba ya en su mujer y las niñas, y ni siquiera le importaba aquella citación del gran jurado. Si aquellos engreídos pensaban que iba a soltar algún nombre, no lo conocían bien. Había aprendido a callar de tipos que nunca dejaban que hablaran por ellos otra cosa que sus pistolas. La clase de tipos cuyo hogar no podía ser otro que un callejón oscuro. Hombres que ponían sus manos al servicio de otros más ricos y con el cuello de la camisa más blanco, pero sin las agallas para salir a la calle y ensuciarse. A todos ellos iban dedicados sus libros. Policías, delincuentes... a todos. Al final, qué más daba.

Un voz gritó su apellido. Rara vez le llamaban por su nombre de pila. Estaba seguro de que había gente que ni lo sabía. Se giró y vio un coche. La puerta trasera se abrió y salió un tipo bajo, calvo y con gafas. Su traje tampoco daba mucha más información sobre él. Podía ser la mano derecha del gángster local o un apacible contable. Tan sólo el bulto bajo su chaqueta daba a entender que no se ganaba la vida fotografiando niños.

El tipo no dijo nada, sobraban las palabras. Querían que entrara en el coche, y eso hizo. No merecía la pena resistirse. Hacía años que no llevaba un arma encima y su tos no le permitía correr más allá de diez metros. Así que entró en la parte de atrás y se acomodó entre un negro y el calvo sin problemas. Clavó los ojos en una nuca que ya empezaba a dar muestras del paso de la edad y se recostó, totalmente tranquilo. Arrancaron. El tipo negro fumaba con cuidado de no mancharse el traje, llenando el coche de humo. Cogía el cigarrillo como si fuese una extensión de su cuerpo, con estilo. La verdad es que daba gusto verlo.

Seguían sin abrir la boca. Todavía no sabía si lo llevaban a una celda o a un agujero en mitad de ninguna parte. No sabía lo que se iba a encontrar al final del viaje, aunque sospechaba que andaba entre el foco del interrogatorio o una bala en la nuca. No merecía la pena preocuparse. En cualquier caso, se dijo, puede que de para una buena historia.
A Dashiell Hammett