Café, conversación...

Café, conversación...

lunes, 19 de noviembre de 2007

Cuando el corazón sangra...




¿Tienes un pitillo?

Sí.

¿Me das fuego?

Toma.

...

¿Sabes que mañana atacamos la colina?

Sí.

Creí que nos iban a envíar refuerzos para eso.

Los refuerzos no van a llegar.

¿No?

Están bloqueados a unos cincuenta kilómetros.

Así que toda la colina para nosotros.

Debe ser muy importante.

Dicen que es vital. Un objetivo prioritario.

Igual que el puente de la semana pasada.

Ajá... ¿sabes quién la palmó allí?

No.

Mi hermano.

No jodas.

Pues sí. ¿Tienes otro cigarro?

Acabo de darte uno.

Es para más tarde.

Vaya tontería. Anda, fúmatelo ahora.

viernes, 16 de noviembre de 2007

El eterno secundario


Ni tan siquiera una foto digna he podido encontrar de él. Tan sólo unas líneas en la wikipedia (en inglés, nada de castellano).

Alemán, rubio, ojos azules. KARL OTTO ALBERTY era el exponente máximo del hombre ario. Y fue ese aspecto el que le condenó a ser el nazi malvado de muchas películas. Ese alemán con cara de perro que parece el aprendiz del mismo diablo. Sabéis de sobra de quién estoy hablando. El rubio que sale al final de "La gran evasión"(1963), o el oficial de las SS que, después de dar a los enemigos el oro de la patria, seguía saludando brazo en alto en "Los violentos de Kelly"(1970), o aquel otro de "¿Arde París?"(1966), "La batalla de Inglaterra"(1969) o "La batalla de las Ardenas"(1965).

Vale que su personaje nunca era el protagonista, ni el más querido por el público, ni siquiera era un papel extenso (de hecho, en varias no llega a abrir la boca). Sin embargo, aquellas películas de guerra que llenaban los sueños infantiles con heroicos asaltos y batallas con tanques no habrían sido lo mismo de no aparecer aquel alemán rechoncho que siempre que aparecía en pantalla provocaba aquello de: "¿Ese no es el de...?"
Años después, puedo fumarme un purito a la salud de ese alemán bajito, rechoncho y a estas alturas canoso, que nunca firma autógrafos pero que a todo el mundo le suena de algún sitio... Pues sí, ese era el de...

domingo, 11 de noviembre de 2007

Adiós al "conservador izquierdista": Norman Mailer


Dicen que murió por complicaciones de la operación de pulmón de hace un mes. Pero yo creo que en realidad murió de agotamiento. Agotado de luchar contra todo y todos. Agotado de no rendirse jamás. Autodenominado "conservador de izquierdas", Norman Mailer criticó ideales de todos los sistemas y personajes de todas las ideologías, y, expectuando a Kennedy, no hubo un sólo presidente que se salvara de la quema.

Machista acérrimo, detractor de los sistemas anticonceptivos (lo que le llevó a tener nueve hijos a lo largo de seis matrimonios), psicológicamente inestable (llegó a apuñalar a su segunda esposa durante una considerable borrachera, lo que le valió una visita al psiquiatra y un libro escrito por ella en el que no salía, lógicamente, bien parado), simpatizante de Jack Kerouac y los beatniks, admirador y enemigo a partes iguales de Truman Capote (al que consideraba como el único digno de estar a su nivel), provocador nato... todo esto es poco para definir a un hombre que ganó el Pulitzer con su primera novela: "Los desnudos y los muertos" (1947), en la que se valió de sus experiencias en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, y que está considerada como una de las mejores novelas bélicas de la historia.

Sus siguientes novelas, "Costa Bárbara" y "El parque de los ciervos", no alcanzaron el nivel de su primer trabajo, y Mailer se volcó en el periodismo. Son famosas sus crónicas sobre la marcha de la Paz sobre el Pentágono, reunidas en "Los ejércitos de la noche". De la vertiente periodística de Mailer nace la obra por la que le fue concedido otra vez el Premio Pulitzer, "La canción del verdugo" (1979). Escrita a la manera de un reportaje, trata sobre la vida del asesino Gary Gilmore, condenado a muerte. Valiéndose de esa historia, el autor hace una profunda crítica contra la pena capital.

Más tarde, Mailer volvió a la novela con la que, para mí (qué le vamos a hacer, soy fanático de la novela negra) es la mejor de sus obras: "Los tipos duros no bailan". En ella, Tim Madden, escritor fracasado, investiga la desaparición de su mujer. La novela pone de manifiesto la filosofía vital del autor: su visión personal del mundo con la figura centra de un demiurgo exhausto que ha perdido el control sobre las personas, que se dejan seducir por el diablo de la modernidad (aunque un buen amigo mío diría: postmodernidad).

Mailer se ha atrevido con todo. Reputado biógrafo, ha desgranado la vida de mitos américanos como Marilyn Monroe y, especialmente, Lee Harvey Oswald. Esta última en un espléndido trabajo en el que reúne, a través de documentos oficiales, transcripciones de conversaciones y material obtenido de diversas entrevistas, toda la historia del que a día de hoy sigue siendo uno de los personajes más enigmáticos de la historia. No sólo eso, sino que, en sus últimos trabajos no ha tenido pelos en la lengua al hablar del funcionamiento interno de la CIA en su novela "El fantasma de Harlot" (1991), e incluso para hacer la biografía de Cristo en "El evangelio según el Hijo" (1997), y en su última obra, que será publicada próximamente en España (con el lógico éxito que supone la reciente muerte del autor, seguro) se atreve con Hitler.

Un pitillo a a salud de un hombre que nunca dejó de estar en el centro del cuadrilátero, sin importarle quien era el contrincante.


Norman Mailer, escritor dos veces ganador del Premio Pulitzer, murió ayer 10 de noviembre de 2007 a los 84 años de edad.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Hacia la frontera


Cabalgaba con los hombros caídos, el mismo aire cansado del bebedor habitual al acodarse en la barra. El sombrero calado hasta los ojos y un cigarrillo perfectamente liado asomando entre los labios. La cabeza caída sobre el pecho, dormitando. La ropa llena de polvo del camino hacia la frontera. Una manta, una cantimplora y un Colt del ejército eran todo su equipaje.


Llevaba así un buen rato cuando llegó a los pies del único árbol que había en varios kilómetros. Un enorme pino al que habían podado totalmente. Tan sólo tenía una rama, hecha de cuerda, con un hombre colgando al extremo, el fruto de un árbol seco. Las manos atadas a la espalda, balanceándose en el aire. Tenía los ojos semicerrados y la lengua le asomaba entre los labios. La cara tenía el tono azul propio del que ha muerto ahogado. Había debido tardar unos veinte minutos o algo más.


Se quedó allí un rato, siguiendo el movimiento del cuerpo con los ojos. Entonces bajó la cabeza y miró a los pies del árbol. Sentado sobre sus cuartos traseros estaba un perro. Los ojos fijos en el cadáver. La mirada triste, el aspecto famélico.


Tomó el cigarrillo entre los dedos y lo mandó de un capirotazo al otro lado del camino. Cogió su cantimplora y bebió. Bajó del caballo, se echó agua en la mano y la extendió hacia el perro. Receloso al principio, el perro dio un par de pasos hacia atrás. No adelantó la mano ni hizo gesto alguno. El perro miró hacia el ajusticiado, como asaltado por un repentino recuerdo. Avanzó lentamente y bebió. Le hizo cosquillas en la mano con la lengua y después se sentó ante él, con la misma mirada triste.


Montó de nuevo y se llevó dos dedos al sombrero a modo de saludo. Golpeó ligeramente con los talones y emprendió el viaje de nuevo. No tardó en percatarse de que alguien le seguía. Se dio la vuelta, adivinando la respuesta antes de hacerse la pregunta. Allí estaba el perro, la mirada triste y apoyado sobre los cuartos traseros. Esbozó una media sonrisa y señaló algo. El perro siguió la trayectoria del dedo hasta el cuerpo que colgaba del árbol. Volvió a mirarle a él.


Se encogió de hombros y siguieron juntos su camino.