- Te voy a sacar algo de calidad. Esto es bueno, y eso se paga. No como mucha mierda que hay por ahí. Mira, ésta vale treinta y cinco mil pesetas -seguramente no sabía lo que era en euros y probablemente le importaba un comino-, pero yo sé que no la voy a vender por más de veinticinco mil. Mira, vuelve dentro de un par de semanas, porque todavía no puedo poner las rebajas. Que yo no soy como todos estos cabrones de aquí alrededor, que lo ponen dos meses antes y revientan el mercado.
Me bajó un par y me estuvo explicando como eran las costura y las propiedades del tejido, los cortes de los bolsillos y los tipos de ojales, y ese día nos despedimos no sin que antes me dijera que a él el alcalde y toda esa panda de gerentes estúpidos se la sudaban.
Volví a las dos semanas y todo lo que obtuve fue un: "Vuelve en dos semanas, el gobierno no me deja ponerlo hasta mañana. Son unos cabrones, pero la ley es la ley". Aquél día me quedé con las ganas, molesto en parte, no con él, sino con el puto gobierno, que no dejaba a un hombre poner las rebajas cuando le diera la gana sin convertirse en un cabrón que reventaba el mercado.
Así que volví al día siguiente, y entonces fue cuando me dí cuenta. El cartel lo dejaba bien claro. Las palabras "Liquidación total. Cese de negocio" no dejaban lugar a dudas. Aquel viejo, más duro que un clavo en un ataúd, que batallaba sin fuerzas contra un enemigo indestructible ante todo aquél que quisiera escucharlo, cerraba la tienda. O más bien, a uno le gusta imaginar que se la cerraban, con la excusa de la edad, aliviados de quitarse de encima a un enemigo tan insistente de una forma tan traicionera. Aunque es más que seguro que "esos cabrones" no tenían nada que ver, me gusta imaginar que es así, y que tanto burócratas como comerciantes revienta-mercado respirarán tranquilos el día que le vean bajar la reja por última vez.
Entré con todo esto en mente, y decidí simplemente disfrutar de aquella compañía. Aquel tipo, al que sólo conocía de dos ocasiones que no habían llegado ninguna a la media hora, me había caído bien. Y ahora se iba. Me sentía como si fuera a despedir al puerto a un amigo, como si aquella compra fuera la última cerveza en tierra antes de salir para un viaje del que probablemente no regresará. Uno de esos momentos que no se pueden explicar. Sólo recuerdo que hubo tiempo para hablar de chaquetas y de gobiernos, de cabrones y de hijos de puta; que me tendió mi compra señalándome un bolsillo pequeño para "el puto telefonillo" y que nos dimos la mano antes de salir. No miré atrás. Entre camaradas no se mira atrás.
2 comentarios:
Solemne y espontáneamente declaro:
Impresionante, Auggie. Sobre todo ese toque final, lo de "el puto telefonillo". Me hubiera gustado conocer a tan épico personaje.
Saludos para ambos.
a veces uno crea enemigos a su altura..
otras te los encuentras a la vuelta de la esquina.
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